lunes, 1 de diciembre de 2014

Oyendo crecer los rascacielos


Desde cualquier punto de Abu Dhabi se percibe con nitidez cómo esta ciudad se va haciendo deprisa entre el desierto. Un día te despiertas y ves que le han salido a la arena unas oscuras líneas de asfalto. Después, sin que te des cuenta, alguien pinta sobre ellas los pasos de peatones y coloca los semáforos. Al día siguiente los laterales de las avenidas ya aparecen sembrados de grandes palmeras y así, aunque no te pares a pensarlo, has asistido al nacimiento de otro trozo de ciudad. Ya tenemos a la criatura en marcha, ya se siente su empuje, ya hay vida y urbanización suficiente para empezar. Muy poco tiempo después, en algunos de los espacios intermedios entre las calles asfaltadas aparecen ceremoniosas unas grúas gigantescas para saludar al recién llegado, mientras en el suelo se amontonan las pilas con materiales de construcción por arte de magia. Si permaneces un rato despierto en medio de la noche y te apetece, puedes oír cómo crece una torre que cuando amanece tiene cincuenta pisos y antes de que hayas terminado de leer el periódico ya está acristalada. Estando atento puedes comprobar que los ascensores se van llenando de gente con muebles. Así se vive en directo cómo empieza a ver la luz del día una nueva torre y así se oye madurar la abundante cosecha de rascacielos de este año.



Da la sensación de que Abu Dhabi es una obra permanente, una construcción inacabada en la que los edificios brotan de la arena en sesión continua, sin interrupciones, sin descanso. Una de las cosas que llama la atención es que aquí no hay casco urbano antiguo, no hay edificios históricos como en el resto del mundo, no existe la parte vieja como en la mayoría de las ciudades. En Abu Dhabi no existe la antigüedad. En este rincón del planeta toda la urbe parece haber nacido al mismo tiempo, toda la cosecha de rascacielos está madurando simultáneamente y lo hace de la noche a la mañana. Cualquiera que pasee por la calle puede comprobar cómo gracias al petróleo sale dinero a espuertas de las alcantarillas. Fluyen riadas de dólares que rápidamente se van convirtiendo en edificios gigantescos, en coches imponentes, en puentes de diseño, en autopistas de seis carriles o en grandes parques con palmeras. Los efectos de la abundancia son inmediatos e innegables. En medio del Golfo Pérsico Abu Dhabi se disfraza de Nueva York en un par de semanas. Y además se adorna el traje con una llamativa Sorbona, un Louvre de infarto y un envidiado circuito de Fórmula Uno.




Por las amplias avenidas recién asfaltadas relinchan con estruendo los motores caprichosos de los mejores coches del mercado. Los minaretes de las mezquitas mantienen como pueden el brillo de la fe arrinconados contra las paredes acristaladas de los enormes edificios de oficinas. El tiempo pasa deprisa, el sol se acuesta temprano. Es como una señal para que las calles comiencen a poblarse de gente que huye apresurada de la rutina laboral hacia el cobijo familiar o hacia los campamentos de descanso para los trabajadores extranjeros. Ajena a la desbandada general la luna escurridiza busca el cobijo adecuado detrás de las palmeras más allá del horizonte. Le apetece acurrucarse, escapa de los focos. No quiere dejarse fotografiar.

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